La crisis del Covid-19 ha sido una experiencia transformadora de vida. Cuando empezó la crisis, me encontré solo en un lugar aislado donde no podría salir. Mis contactos con personas están muy restringidos. Solo podía ver las personas que me traían comida a la puerta y generalmente no intercambiamos palabras al menos que quisiera hacer una observación o solicitar algo que me faltaba. Así que estaba totalmente cortado del mundo externo. Desde este trasfondo de silencio total enclaustrado en un cuarto a cuatro paredes y una ventana, empecé a sentir al nivel emocional una especie de negatividad. Me refiero principalmente a dolor emocional como el resentimiento, el odio, la autocompasión, la culpa, la ira, la depresión, los celos, etc. Me di cuenta cuan fácil y rápido mi relación íntima se convierte de una fuente de alegría en una fuente de dolor.
Veo que tengo dos niveles de dolor, el que creo en el ahora y aquel del pasado que aún vive en mi mente y cuerpo. Otra observación iluminativa era que cada vez que experimento un dolor, se deja un residuo de dolor que vive en mí. Se fusiona con el dolor del pasado, que ya estaba allí, y se aloja en mi mente y cuerpo. Esto, por supuesto, incluye el dolor que sufrí cuando era niño, causado por la inconsciencia del mundo en el que nací. Mi dolor emocional tiene dos modos de ser: latente y activo. Experimento mi dolor en ciertas situaciones, como relaciones íntimas o situaciones vinculadas con pérdida o abandono del pasado, daños físicos o emocionales, etc. Cualquier cosa puede activarlo, especialmente si resuena con un patrón de dolor de mi pasado. Cuando está listo para despertar de su etapa latente, incluso un pensamiento o un comentario inocente hecho por alguien cerca de mí puede activarlo.
Como un niño que no deja de gimotear, así se asemeja mi dolor. A veces siento mis dolores emocionales como monstruos viciosos y destructivos, verdaderos demonios. Algunos son físicamente violentos; otros son emocionalmente violentos. Algunos atacarán a las personas a mí alrededor o cerca de mí, mientras que otros pueden atacarme, a mí mismo, su anfitrión. Así los pensamientos y sentimientos que tengo sobre mi vida se vuelven a menudo profundamente negativos y autodestructivos. Creo que las enfermedades y los accidentes a menudo se crean de esta manera.
Desde mi recluso de la cuarentena empecé a tomar conciencia de cualquier signo de infelicidad en mí mismo, en cualquier forma, sea el despertar del dolor de su letargo o sea en forma de irritación, impaciencia, un humor sombrío, un deseo de dolor, ira, rabia, depresión, la necesidad de tener algo de drama en mi relación, y así sucesivamente. Ahora, ¿Cómo puedo ser feliz? ¿Cómo puedo vivir? Aquí viene un sentimiento negativo. En lugar de ponerme tenso al respecto, en lugar de irritarme conmigo mismo, entiendo que me siento deprimido, decepcionado o lo que sea. Admito que el sentimiento está en mí, no en la otra persona, no en el mundo exterior: está en mí. Porque mientras piense que está fuera de mí, me siento justificado al aferrarme a ello. No me identifico con el sentimiento. “Yo” no soy ese sentimiento. “Yo” no estoy deprimido, “Yo” no estoy decepcionado. Soy más que un sentimiento que está allí. La decepción está ahí, solo lo miro. Sé que es el dolor. Acepto que está ahí. No juzgo ni analizo. No me hago una identidad de ello. Me mantengo presente y sigo siendo el observador de lo que sucede dentro de ti. La buena y sorprendente noticia es que ese sentimiento negativo se aleja, tan rápido se desliza. Todo pasa, todo es transitorio. Lo llamo el proceso de cambio.
Pongo este programa en acción, cada día: (a) identifico los sentimientos negativos en mí; (b) comprendo que están en mí, no en el mundo, no en la realidad externa; (c) no los veo como una parte esencial de “mi”; son cosas que van y vienen; (d) entiendo que cuando cambio, todo cambia. Considero mis sufrimientos como oportunidades para crecer, madurar, volverme inquebrantable, perfeccionarme. Es mi mejor manera de enfrentarlos.
Fuente: Misionero laico Francés, en Africa